jueves, 1 de agosto de 2013

¡Púyalo, Limardo!

Esta crónica la escribí hace un par de meses para una clase de Expresión Escrita y me gustó cómo quedó (aunque a mi profesora la iba decepcionando con cada escrito, pero ¿quién la nombró a ella la reencarnación de Hemingway?). 


A exactamente un año de su proeza olímpica, un pequeño relato de cómo viví desde mi oficina en Buenos Aires la llegada del oro de Rubén Limardo.



¡Púyalo, Limardo!





            Hay deportes de los que no entiendo, que nunca he visto, y por los que nunca mostré el más mínimo interés a lo largo de mi vida. La esgrima siempre fue uno de ellos. Así, viéndola por encimita, no me atrapaba, no me parecía que tenía mayor chiste ni emoción. Pero eso cambió el 1 de agosto de 2012.
            No había estado prestando demasiada atención al desarrollo de los Juegos Olímpicos de Londres, más que nada, por falta de televisión, pero esa mañana me había enterado a través de las redes sociales de que había un venezolano con posibilidades de traerse una medalla a casa, puesto que había llegado a semifinales de espada del torneo de esgrima. Rubén Limardo, oriundo de Ciudad Bolívar, nos tenía a todos atentos.
            No llegaban a ser las 12 del mediodía de ese frío miércoles de invierno porteño. Yo apenas me instalaba en mi escritorio con una buena taza de café con leche en una mano, y con el teléfono siguiendo Twitter atentamente en la otra. Para ese momento ya Limardo ya había alcanzado la semifinal al derrotar en cuartos de final al italiano Paolo Pizzo. Mientras tanto, yo buscaba la página oficial de los juegos para poder ver en vivo el siguiente duelo.
            “¿A qué hora pelea con el gringo? – “¡En 15 minutos, y si le gana, por lo menos una de bronce se lleva!”. Finalmente encontré el stream. Ansias, expectación. Cuento los minutos y me olvido que tengo obligaciones laborales que cumplir, fechas tope y reuniones con clientes. “Luego me encargo de eso”.
            Un par de horas antes el otros esgrimista venezolano en competencia, Silvio Fernández, había caído en octavos de final contra el estadounidense Seth Kelsey, actual oponente de Limardo, así que estamos todos con los nervios de punta: yo en mi oficina, mis compatriotas en Caracas, Madrid, Toronto, Nueva York y en latitudes tan lejanas como Sidney siguiendo a Rubén y comentándolo por las redes.
            Hasta aquí sólo me atrevía a entusiasmarme con la posibilidad de ganar una medalla de bronce. Uno pone las esperanzas en su favorito, pero trata de no emocionarse demasiado, de no esperar demasiado para no decepcionarse si el triunfo no llega.
            Ya Kelsey había derrotado a Limardo en la final espada de los Juegos Panamericanos Guadalajara 2011, en un cerrado enfrentamiento que favoreció al norteamericano 12-10. Kelsey empezó ganando, y yo empezaba a rezar. No puede ser que éste sea el verdugo de los venezolanos. Pero a pesar de su largo brazo, Rubén fue más ágil, y se aseguró una medalla olímpica al imponerse 6-5.
            Twitter explotaba ¡Limardo a la final! ¡Vamos por el oro, Ruben! Nadie hablaba de otra cosa, al menos nadie que no fuera venezolano. Finalmente todos estamos de acuerdo en algo: nos olvidamos por un momento de la inflación, de la inseguridad y de la crisis política y nos dedicamos a apoyar a nuestro D’Artagnan.
            La final no será sino hasta las 14:30 en Venezuela, 16 de Argentina. Me tomo unos minutos para almorzar y finalmente hacer todo el trabajo que  había descuidado durante la mañana. Pero quiero hacerlo rápido, que no quede nada pendiente, porque la final no me la quiero perder por nada en el mundo.
            A pesar de mantenerme ocupada con mil pendientes, no dejo de mirar el reloj cada 3 minutos. Me desespero porque el tiempo no pasa, pero eso es lo normal cuando se mira la hora tan seguido. Es como mirar una olla de agua mientras se espera a que hierva, toma una eternidad.
            Las 4 de la tarde, finalmente. Ya Rubén Limardo y el noruego Bartosz Piasecki en guardia, esperando que comience el primer asalto. Me tomé la libertad de descolgar el teléfono para que nadie molestara. Empieza el duelo y ambos se ven muy parejos. Rubén con una ligera ventaja sobre el noruego, pero nada está definido. Mientras tanto, desde nuestras casas y oficinas le damos aliento usando etiquetas cómo #PúyaloLimardo #PorElOro y #VamosRubén. Sabemos que no nos puede leer, pero no importa porque sentimos que igual le damos fuerzas para ganar.
            Esta vez no se agotó el tiempo reglamentario. Estoy pegada a la pantalla de mi computadora viendo como en el último asalto la diferencia de puntos poco a poco se agranda. Hay esperanzas para Venezuela. Se viene nuestra segunda presea dorada, y la primera en estos juegos.
            En mí no cabe la emoción. Ni hablar de Limardo que corrió a los saltos por toda la pista con los brazos en alto tras obtener el último punto. Corrió a abrazar a su tío y entrenador Ruperto Gascón, quien junto a su madre le inculcaron desde pequeño el interés por esta disciplina. La sonrisa no le cabe en el rostro y a mí se me escapan unas cuántas lágrimas de alegría viendo la escena. Pocos minutos después cuesta más contenerse, al ver mi bandera y escuchar mi himno nacional sonar en Londres. Me hace recordar que cuando queremos, podemos ser grandes.
           

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