El domingo pasado comenzó como cualquier otro. Yo con esa maña de despertarme temprano los domingos aun después de una noche de copas en El Hatillo con una buena amiga. A las 7 ya estaba despierta y cogí el teléfono para leer los trinos de todas las personas que sigo en twitter. Lo normal. Lo que para los venezolanos, tristemente, se ha convertido en normal. Nos hemos acostumbrado a leer cientos de noticias sobre asaltos, secuestros y asesinatos sin inmutarnos, o como mucho, reaccionando con un "otro fin de semana, otros 50 muertos". Esto es de lo más lamentable que he tenido que escribir, y lamentablemente no deja de ser nuestro pan de cada día.
Ya unos días atrás a una amiga la habían interceptado llegando a su casa, 3 tipos armados, en senda camioneta, uno de ellos con una gorra de algún cuerpo policial. Pistolas en mano y apuntándola, la despojaron de su cartera, de su teléfono y por segunda vez en un año, de su carro. Al amigo de otra amiga lo secuestraron dos días después y a otros dos amigos les robaron sus teléfonos (hechos separados). Normal, lo habitual. Todas las semanas nos enteramos de que a algún conocido nuestro - o de un conocido en común - lo visita el hampa.
El caso es que el domingo, entre tweet y tweet de borracho trasnochado, me encuentro con esta noticia: "Asesinaron a un estudiante de Medicina y a un abogado". Otro fin de semana sangriento, de guerra en Caracas... otra persona que deja atrás a familiares y amigos antes de tiempo. La noticia me dejó en shock, me pareció insólita. Pero ese sentimiento no fue nada comparado con la rabia, impotencia y dolor que sentí después, cuando leí de nuevo el nombre del estudiante asesinado: Carlos Alejandro Blanco Suárez. Lo conocía, desde chico. Formaba parte de ese grupo que me recibió cuando volví a los Scouts de La Salle a dirigir al Clan. Era uno de mis muchachos. Y era un buen muchacho. Tenía 22 años y toda su vida por delante. De los muchachos, quizás el más reservado y tímido si se quiere, pero siempre considerado, respetuoso, colaborador, amable y con una calidad humana de la que en muchos momentos algunos carecemos. Carlos no será olvidado fácilmente, aun a pesar de que su muerte quede impune.
No puedo evitar sentirme moralmente derrotada en un país ta hermoso y tan horrible a la vez. Me entristece que cada vez me lo pienso menos a la hora de decidir si irme o quedarme. No es justo siquiera que tenga que considerarlo, pero lo pienso, y lo único que se interpone entre "escapar" o no, es un tema meramente económico. Me entristece, me enoja, me hace renegar... me frustra.
Fácilmente estoy pasando del "me quedo a trabajar por mi país" al "me voy pal carajo" sin mirar atrás porque cada vez tengo más dudas de que valga la pena quedarse y luchar para intentar (sobre)vivir, porque cada vez más me consume la paranoia, porque no quiero volver a leer una noticia como la del domingo para enterarme que otro de mis amigos ha muerto a manos del hampa, o porque, Dios no quiera, en otra ocasión podría tocarme a mí. No es manera de vivir. No vale la pena, no tiene sentido y ya lo he dicho: NO ES JUSTO.
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